Amarillo despertar.
Entré y te vi. La natural sorpresa esperada ablandó mi corazón.
Eras el mismo tipo poseedor de la mirada que mira sin mirar, de la voz que suplica al callar.
Tu atuendo formal era confuso. Los sacos nunca te vinieron bien, ¿qué planeabas aparentar bajo ese escondite contemporáneo?
Fueron cuatro años en los que no estuviste. Eras el mismo y luego no. El vacío de tu mirada era la daga sutilmente clavada en mi garganta, que me impulsaba a sumergirme en sus profundidades.
Permanecías allí, quieto, en la esquina; parado con tu olor característico a tabaco y canela, que me llamaba a ser tuya como nunca lo fui.
Extendiste tu brazo hacia mí, todo estaba perdonado. Tibias y suaves permanecían las dueñas de las caricias, cercanas a la fusión que el tiempo no permite ni perdona; llevándome a nuestro paraíso juvenil sin astro ni flor.
Una canción empezó a sonar a lo lejos y nuestra habitación, atraída por el ruido, se aproximaba a sus melodías. La velocidad incrementaba y el sonido se hacía coloridamente visible; amarillo, rojo, blanco, verde y nuevamente amarillo.
El sol se asomaba, era la primera mañana de verano de ese año, en que te volví a tener y volviste a desaparecer en la memoria de mis cortos pero anchos sueños.